Catar: los aromas secundarios y terciarios
A la hora de catar un vino nos centramos en tres fases principales: la fase visual, la fase olfativa y la fase gustativa. Descubrir los aromas de un vino a veces nos puede resultar difícil. Por eso es importante entrenar y educar nuestro sentido olfativo.
Cuando olemos un vino nos podemos encontrar con un amplio abanico de aromas, divididos en tres grandes grupos: los aromas primarios o varietales, los aromas secundarios y los aromas terciarios.
Ha llegado el momento de adentrarnos en el mundo de los aromas secundarios. Estos son creados en el proceso de vinificación posterior a la fermentación alcohólica del mosto. Existen tres principales opciones para tratar el vino una vez finalizada la fermentación: el reposo sobre lías finas y el proceso de la autolisis, la fermentación maloláctica, y la crianza en recipientes de roble.
El reposo sobre lías finas es un proceso que solo se aplica en la vinificación de los vinos blancos, rosados y espumosos. Las lías son una capa de células de levaduras muertas suspendidas en el vino, y es el enólogo quien decide si el vino debe permanecer en contacto con ellas durante un periodo de tiempo o no. (dayvigo) Vinos de variedades neutras, tales como Chardonnay y Pinot gris, se benefician de un cierto tiempo en contacto con las lías finas. Estas aportan complejidad, untuosidad y textura al vino, además de unos delicados aromas a galleta, masa de pan o pastelería.
El proceso de autolisis tiene importancia en la elaboración de los vinos espumosos a través del método tradicional. Tiene lugar dentro de la botella, donde una segunda fermentación alcohólica disuelve el dióxido de carbono en el vino, creando así las burbujas deseadas. Las levaduras mueren cuando todo el azúcar se ha convertido en alcohol y empiezan a descomponerse, liberando compuestos químicos en el vino que contribuyen a su sabor. Una vez más nos encontramos con aromas a galleta, masa de pan o pastelería e incluso con notas con más riqueza aromática como de pan tostado, brioche y queso.
La fermentación maloláctica convierte el ácido málico de la uva (de acidez fuerte como en las manzanas) en ácido láctico (de acidez más suave, como la que nos podemos encontrar en la leche). Este proceso reduce y suaviza la acidez y aporta al vino aromas lácticos tipo mantequilla, queso y nata. Es un paso opcional en la elaboración de vinos blancos y rosados. Los vinos tintos, por norma general, siempre recorren el proceso de la fermentación maloláctica. Eso explica por qué la acidez en los vinos tintos se percibe mucho más suave que en los vinos blancos.
El roble es un material excelente para una crianza del vino en recipientes de madera, ya que es hermético a los líquidos, pero no al aire. Los poros microscópicos del roble permiten que pequeñas cantidades de oxígeno pasen a reaccionar con el vino. Si bien cuando pensamos en una crianza en barrica pensamos en vino tinto, cada vez se dan más situaciones en las que los bodegueros aplican el concepto de la crianza en roble también a los vinos blancos y rosados. La madera aporta complejidad a los sabores varietales y ayuda a suavizar los taninos de los tintos. Los sabores primarios de fruta fresca van evolucionando hacia fruta cocida o seca. El tostado de las duelas del roble es clave, así como su origen: el roble francés es capaz de aportar aromas especiados como de clavo, cedro y pan tostado al vino, mientras el roble americano destaca más por sus aromas tipo vainilla o coco.
Los aromas terciarios en un vino hacen referencia a la evolución del perfil aromático de un vino blanco, rosado, tinto o espumoso causado por el envejecimiento. Este puede ser oxidativo, por ejemplo debido a una larga crianza en barrica de roble o un reposo durante un largo periodo en botella, protegiendo el vino de la acción del oxígeno. En ambos casos, los aromas primarios evolucionan: la fruta se vuelve menos fresca y adquiere un carácter de fruta cocida o seca.
Podemos dividir los aromas terciarios en tres grupos: los causados por la evolución de la fruta, por un envejecimiento prolongado en botella o por una oxidación deliberada.
Una crianza en barrica de roble no solo aporta al vino complejidad y unos taninos más suaves. Los aromas primarios o varietales pasan a la vez por una evolución en su madurez que va de fruta fresca a fruta madura y a fruta cocida o seca. En los vinos blancos encontramos aromas como fruta de hueso madura, mermelada de naranja, orejones y manzana o plátano seco. En los vinos tintos la fruta evoluciona hacia sabores de fruta roja y negra madura, mermelada de frutos del bosque, higo, ciruela pasa y arándano seco.
Un largo periodo de reposo en botella, siempre y cuando se almacene en condiciones óptimas, puede enriquecer la gama de aromas y sabores del vino en cuestión. Podemos descubrir notas especiadas en los vinos blancos del tipo canela, jengibre y nuez moscada, además de frutos secos, heno y miel y hasta notas a petróleo y queroseno, muy común en los Riesling envejecidos en botella. Los vinos tintos se benefician de profundos aromas a tierra, champiñón y hojas mojadas, tabaco, cuero y, en algunos casos, aromas a carne y caza.
El clásico ejemplo para una oxidación deliberada son los vinos de Jerez, en concreto el Oloroso, el Pedro Ximénez y el Amontillado. Las barricas, llamadas botas, se llenan solo al 80%, dejando un espacio entre el vino y la madera: el impacto del oxígeno aumenta de forma considerable. El color del vino cambia de amarillo a marrón y nos encontramos con una nueva gama de profundos aromas y sabores: los Olorosos y Amontillados adquieren aromas oxidativos a tofe, cuero, especias, nuez y avellana y los vinos dulces de Pedro Ximénez obtienen pronunciados aromas a fruta seca, café, regaliz y caramelo.
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